Federico Brandt o los barrios del alma
Un pocillo con agua sucia y borra de café, un amontonamiento de pomosde acrílico, la pluma como un calamar en su tinta. Muy pronto vendrán los deslizamientos de color, las inmersiones del dibujo en ese líquido turbio y los secados sucesivos: con todo eso se arma una historia. Una historia en el espacio. El artista se va metiendo literalmente en el relato inconcluso que es su obra. Geometrías minuciosas, construcciones ínfimas que se expanden saliendo de sí mismas hacia un universo improbable pero cierto.
El trazo gira en espiral, sube escaleras, sangra, cae y se levanta, se proyecta aireado en la hoja de papel y baila sobre ejes invisibles. En el camino va dejando un reguero de puertas a medio abrir, de balcones suspendidos en el aire con ropas mojándose en la luz de una tarde cualquiera. El pintor vive la epifanía del color. Un ángel caído de un cuadro de Klee contempla la escena y asiente con la cabeza.
Así nacen esos barrios espontáneos, que no son exactamente barrios porque no son exactamente casas, sino fulguraciones y vislumbres que el hombre pinta, aunque haya como rejas y como bisagras, como cabelleras de mujer, como rincones y ventanas por donde se cuela el mar, aunque no sea precisamente el mar, sino otra cosa que también respira. A la postre, ese como mar que descansaba en el pocillo del café, encapsulado en los pomos o en el frasco de tinta, todo lo palpa. Mientras el pintor siga soñando, el papel continuará con estremecimientos de piel y colores de luna mojada.
En el sótano de una tienda de juguetes, el hombre sueña y no deja de pintar. Cuatrocientos dibujos en tres años. Ninguno se parece al anterior ni se parecerá al que siga. El mar que viaja por su mano todo lo toca y lo devuelve a otra cosa, a otra casa, en otro barrio.
Un día el pintor se detiene a pensar cuándo comenzó el sueño. Su abuelo padecía una enfermedad propia de la vejez. Antes de caer postrado no faltaba un domingo a la misa. El niño al borde de la cama trata de entablar una comunicación con el viejo, ya convaleciente y en pleno delirio, dibujando fachadas de iglesias, a las que agrega personitas, coches y árboles. Al viejo se le ilumina la cara. Cada vez que el nieto aparece en el umbral de la habitación, el anciano apura los brazos y mueve nervioso sus dedos en vivo reclamo. Cuado el niño vuelva a la tarde, el padre le estará esperando para que repita a mano, con lenta y pulcra caligrafía, sus tareas escolares. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Pero aún hoy en la penumbra del sótano, el pintor siente como pálpitos y un hilo de voz que le alienta a seguir.
Pablo Thiago Rocca
Poeta
Crítico de arte.
Periodista
Semanario Brecha.